Se dirigía con pasos lentos y firmes
por el Hospital Psiquiátrico de Mayfield. Saludó con un gesto tosco al guardia de
seguridad y caminó rumbo a la celda LXXII donde ya le estaría
esperando. Y allí estaba, posado en su cama, rodeando sus piernas con
los brazos y huyendo con la mirada de la húmeda celda que le
rodeaba. Entró y, sin saludarle, se sentó a su lado, suspiró y
clavó sus ojos en la pared, tomándose unos segundos antes de
empezar a hablar.
—Dicen que el amor llega en un
suspiro. Puedes encontrarlo en cuestión de horas, de minutos, de
segundos...en apenas un instante. En un sólo momento puedes tocarlo,
puedes palparlo y en las horas, los minutos, los segundos siguientes
eres capaz de sentirlo como tuyo. Encontrarás como maravillosas
coincidencias todas vuestras cosas en común y, como detalles sin
importancia, incluso graciosos, todas esas cosas que os distancian,
pero que no os alejan. Vuestras discusiones serán entre risas,
silencios y miradas de complicidad. El futuro que se os presenta se
tornará imprevisible y perfecto a la vez; mientras no os atrevéis a
planearlo no podéis evitar soñar con lo que os depara la vida. El
tiempo que no estáis charlando estáis, simplemente, deseosos de
hacerlo. La felicidad cae como del cielo y os sentís los seres más
afortunados del mundo. —¡Bendita la vida y benditas sus
casualidades! ¡Bendito el plan que los astros me tenían preparado!
¡Cómo os lo callasteis, dichosos!— pensaréis. Y todo esto en
cuestión de horas, de minutos, de segundos...de instantes.
Pero a la hora de olvidar, loados sean
los dioses, es otro mundo. Para olvidar hacen falta mucho más que
horas. Hacen falta días, varios; y noches, muchas. Noches de
melancolía, de imágenes, de botellas vacías y vasos llenos, noches
de poesía, noches de canción, noches largas. Noches en la que te
esfuerzas por rememorar esas cosas que ni de lejos eran capaz de
separaros pero que crees que no vas a echar de menos. Intentas odiar,
odiar con todas tus ganas su sonrisa. —¡Me ponía enfermo!— te
dirás, pero en el fondo de tu alma sabrás que es mentira. Se te
aparece a tu lado e intentas discutir con ella, quieres que te deje,
que se desvanezca, que se vaya y que no vuelva. Tu futuro ahora es
gris, está vacío, no eres capaz de ver más allá de los vasos
rotos que vas dejando por el suelo. Maldices al destino y a quienes
os cruzó. Maldices el momento en el que la conociste, en el que
llegó a tu vida. Imaginas un mundo donde ese día no estabas en ese
sitio a esa hora, un mundo que, ahora sí, crees que sería más
feliz.
El amor, querido Marc, no se va tan
rápido, no señor. Ni días ni noches son suficientes para que se
largue, se necesita algo que te cambie la vida. No hablo de un nuevo
amor, pues no querrás sentir esa sensación de nuevo en mucho
tiempo, pero sí un motivo para despertarte por las mañanas y no
lanzar el despertador contra la pared, un motivo para soltar la
botella, coger tu vida por los cuernos y decirle: “aquí, aquí
estoy yo. Vida hay una y ésta es mía, y como tal, la quiero para
mi”. Pero para eso se necesita mucha valentía. Hace ya quince años
que creíste haberla olvidado, quince años desde que intentaste
matar al amor de una puñalada. Pero el amor, querido Marc, el amor
no se va tan fácilmente. No se puede matar, no se puede acuchillar,
no se puede ahogar. No puedes ensañarte con él una y otra vez tal y
como hiciste con ella. El amor no tiene sangre que derramar, ni
tampoco tiene un corazón que puedas parar, ni ojos que cerrarle. El
amor no se va cuando los gusanos arrasan con sus deshechos vacíos de
vida, no señor. El amor no se va, no emigra, cuando tu quieres que
eso ocurra. El amor se va, se va y no vuelve, cuando él decide irse.
Y ni tú, ni tus dioses ni los astros podéis hacer nada para cambiar
ésto. Hace quince años ya Marc, quince años y sigues con tu pena,
con tu Lucy grabada a fuego en la mente. Quince años y aún se sigue
apareciendo a tu vera; sonriente, rubia, perfecta y sin reproches que
hacerte. Porque en el amor, querido Marc, no existen los reproches.
Sólo existe el amor para el amor—.
En ese momento el sacerdote Wallace
salió de la celda y dejó ahí a Marc sentado en su cama, mirando al
suelo y sollozando.
—Aún le falta al menos quince años
más— murmuró Wallace en voz baja, sin que nadie le oyera,
mientras entraba en la celda contigua.






