domingo, 26 de febrero de 2012

La historia de Marc (Parte II)

Marc estaba cansado de todo. Se secó con una toalla que su madre robó del balneario, se vistió y salió del baño. Sus padres seguían discutiendo. Sin inmutarse, fue hacia el teléfono y marcó el número de su tío, ese que no iba a ir a recogerlo. Cuando esté descolgó el aparato, sin tan siquiera saludar le espetó: —Hijo de puta—. Acto seguido colgó. Marc estaba muy cansado. Sus padres le miraron con asombro, y tras un silencio de unos pocos segundos siguieron a lo suyo. —¿Ves? ¡Así has educado a tu hijo!—gritaba su madre. —¿Ahora es mi hijo no?—respondía su padre con cara de frustración. Marc los ignoró y siguió a lo suyo, estaba realmente cansado.

Cogió las llaves y salió por la puerta. En su manojo llevaba una banderita de Cuba que robó a su padre de una botella, una navajita multiusos y, además de las de su casa, la llave del candado de su bici. Tomó esta última y cogió una Mountain Bike bastante vieja, aún servible. Pedaleó y pedaleó, no sentía fatiga, ya estaba suficientemente cansado. Se dirigió dos manzanas al oeste. Le encantaba ese camino porque era el que dirigía a casa de Luci, su niña de bucles de oro, además de que era cuesta abajo. Siguió pedaleando, cruzó la avenida Vermont hacia el sur y una moto le pasó rozando. —Hijo de puta—pensó Marc. Y es que estaba demasiado cansado de todo. Cuando llegó al número 24 de la calle John Milton se bajó de la bici, la dejó junto al buzón. Decidió no perder tiempo colocando el candado, era un barrio muy tranquilo. Llamó a la puerta. Oyó unos pasos y abrió su querida Luci. Ahí estaba, deslumbrante, con una sonrisa perfecta, un pelo que caía en forma de cascada y esa piel tan blanca que parecía de porcelana. Tan pronto como ella saludaba como de constumbre –con una agradable sonrisa no falta de sorpresa por su inesperada visita–, Marc sacó su navaja suiza, desenfundó la hoja más alargada y comenzó a apuñalarla.

Al principio ésta se resistió, pero tan pronto como la sangre fue brotando de su cuello sus fuerzas fueron mermando. Marc recordaba en ese instante el momento en el que la vio con otro. Un tipo un año mayor que ella, no especialmente guapo ni especialmente inteligente, un tipo del montón. —No es lo suficientemente bueno para ella— pensó en aquel momento. Ahora Marc solo era capaz de imaginar, con una tímida sonrisa, la cara de éste cuando se enterase de la muerte de Luci. La sangre fue cubriendo su blanca piel de porcelana. Luego le vinieron imágenes de cuando la ayudó con un examen de ciencias. Ella le dio las gracias, le besó en la mejilla. En aquel momento Marc se quedó petrificado, flotando, nada ni nadie podía eliminar ese estado de felicidad, tan simple y tan puro. Pero éste se desvaneció cuando Óscar –así se llamaba el novio de Luci– apareció por sorpresa en la puerta del colegio con su Mountain Bike 2000, la envidia de todo el barrio. En ese momento su felicidad se desvaneció, y mientras seguía apuñalando a Luci, un atisbo de esta felicidad tan placentera volvía a asomarse por su corazón, como una sanguinolenta calidez que manaba de su alma. Ésto era lo que necesitaba. La sangre comenzó a empapar el pelo ya desordenado de Luci que –ya en el suelo– yacía fría e inconsciente. Nuevos pensamientos más felices brotaban de la cabeza de Marc, y éstos habrían continuado si no fuese por una voz que en forma de estruendo irrumpía en la paz y calma que él había creado. La madre de Luci gritaba pálida ante la escena que contemplaba. —44 puñaladas son suficientes— pensó Marc, quién extrañamente fue capaz de contar cuantas de éstas le asestaba mientras recordaba tiempos que ni peores ni mejores, fueron pasados. Se dio la vuelta, pisando la mano de Luci –un cadáver ya inerte– y se dirigió hacia su bici, que si bien no era tan moderna, le serviría igual para huir de allí.

Comenzó a pedalear de vuelta a casa, no sin antes parar en una heladería para comprar lo que el ya conocía como el especial de Marc: Un helado de tres bolas –chocolate, fresa y menta– con trocitos también de chocolate incrustados, con nata montada en la parte superior y caramelo líquido cayendo sobre él. La heladería estaba abarrotada, así que se fue sin pagar con facilidad. —Un día de lujo— pensó. Continuó pedaleando de camino a casa con el helado en una mano y conduciendo con la otra con gran habilidad. Mientras iba acercándose a su calle un coche de policía con las sirenas puestas se cruzó con él. Marc continuó hacia casa sin inmutarse, ya no estaba tan cansado. La felicidad volvió a su vida.

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